miércoles, octubre 12, 2011

it´s ok

Entonces un día recorrí mi bandeja de entrada, y su nombre ya no aparecía.

miércoles, junio 20, 2007

Bye bye, trash trucks.

Hoy flotó la gota, péndulo líquido sin decidirse a bañar mis neuronas. Y ellas acumulando fotos, acumulando ganas, acumulando frases. Agolpándose a la salida de un túnel amarillo.
Miraba el vaso, el largo de vidrio pilsen, uno de los tantos que Aramís supo canjear a base de paciencia infinita de chapitas. Miraba el vaso y el agua mansa, sin olas, ni siquiera un mínimo viento que agitara la superficie. Hoy cayó la gota. Entonces el suelo recordó como era mojarse.



Necesito alguien que tire de la cadena de mi cerebro. Necesito reaccionar. Necesito sobrevivir en este infierno de rostros inexpresivos, de la misma esencia de persona multiplicándose por millones a lo largo de mis días. Hoy todo se funde en un mismo aparato, una máquina descomunal de dientes puntiagudos, preparada para succionar la sangre del que detiene el mecanismo neuronal. El mundo es un gran booballoo de tutti fruti, un experimento gomoso que pegotea los dedos y deslumbra con sabor dulzón. Y más allá de los cinco minutos de goce perdura una nada infinita, una bola informe que taladra los dientes y las razones, absorbiendo conciencias sin que ellas lo sepan. A veces creo que Darwin estaba muy borracho cuando elaboró esa teoría. O simplemente quería reírse de nosotros, mirando aterrado como la humanidad corre descerebrada al abismo más cercano.

Hoy salí a partir la niebla, Marvin secundando mis pasos apretados de frío. La calle era violeta, mientras las ramas imploraban un perdón de hojas que iba a demorar en llegar. El mismo recorrido de siempre, los mismos pasos en las mismas baldosas que a veces están y otras no. Marvin atreviéndose a explorar postes nuevos, mis ojos alternando piso y faroles de neón.
Pasamos el restorán de comida rápida y aceleramos por la vereda amplia de Suárez. Por ahí, por donde antes se descolgaban los camiones de basura anaranjados, aquellos que tronaban en carreras enloquecidas hasta la estación. Pero tampoco están. Las estelas de color que dejaban al pasar son ahora bloques monocromo, de un verde desteñido que se mimetiza con el pasto. Son mejores, sí, pero ya no hay más sprints acelerados ni ruedas girando la curva frente a la casa amurallada.
Marvin husmea una columna, un tobogán, las ruedas de una camioneta. Yo husmeo mi cerebro, porque en algún lugar debe estar el clic para desatar la catarata de letras. Hoy es gris y niebla, pero el frío no puede entrar a través de mi abrigo negro. Soy un círculo negro perdido en un paisaje de pedregullo y neón amarillo.
Llego a la hamaca. La roja. Está ahí, esperando ser tomada. Dulcemente se deja poseer, como si todos estos meses de ausencia no existieran, solo el agua hirviendo del café o una visita urgente al baño para justificar mi demora. Balanceo los pies, suave, mientras las pupilas se dilatan, esponjas secas de noches invernales. Por un momento el remolino mental se detiene y solo hay árboles. Gigantes pinos, o lo que creo son pinos. Están dentro de esa casa, la de siempre, la de las murallas altas y las cabinas de vigilancia atestadas de soldados somnolientos.
El cordón rojo de la vereda enmarca una foto perfecta de la nada, cartel de no estacionar completando el encuadre. Busco los rostros en las baldosas y lucen lisas de pasos, los poros suavizados por el tiempo. Apenas saluda un perfil de bruja de cuento que parece alejarse en silueta pequeña.

Hoy el cerebro decidió no descansar. Hoy y ayer y seguramente mañana. Necesito sobrepasarlo de revoluciones, girar la manivela hasta sentir que no da más, llenarlo de teorías inútiles y apreciaciones apuradas; de juicios de valor y máximas que debo respetar a rajatabla. Y luego respiro. Libre, tras una muralla de titanio acerado, de metal impenetrable, mi única defensa, la última frontera frente a la gran masa gris-deforme. Ella está ahí, a unos pasos, coqueteando cada día en la fábrica de ilusiones donde trabajo. Vendo muñecos de yeso y figuritas de colores en envase televisivo, por si no lo había explicado. Todo enmarcado en un lujoso edificio de vidrios al parque, el personal dándole la espalda cada día al sol que insiste en esconderse justo frente a ellos. Por si algún día deciden mirarlo.

Las manos en los bolsillos, aferrando la llave de metal frío. Marvin me mira, tratando de conocer los límites para sus desplazamientos. Sigo desconfiando, de todo, entonces delimito un área para que el tipo se pasee a sus anchas. Y él es feliz, la cola-bastón de pelos apuntando al infinito y la sonrisa en el hocico, porque sí que sabe sonreír. Busco refugio en las ramas desnudas que saludan desde enfrente. Trato de explicar. O entender. O explicar. Porque todo tiene que tener una razón. O no. Y la balanza se vuelve una diagonal enjabonada; ya no hay recta paralela al horizonte, cada lado soportando un peso equivalente. Ahora se cargan los platillos de un lado solo y no sé quien es el responsable. Por eso grito hacia adentro, por eso tiemblo de furia y las uñas apretan la palma de la mano buscando la sangre. Porque no quiero seguir enviando recuerdos al cielo, aunque ellos se empeñan en marcharse. Quizá reciban un telegrama urgente y en ese momento la revelación, la razón infinita por la que estamos acá, postes de madera pudriéndose bajo la lluvia violeta.
El dedo rancio señala y elige. Al azar, o al menos eso quiero pensar. Y no logro entender el criterio para manejar la grúa gigante. Everyone I know goes away in the end. Eso me decía el Viejo con la voz que partía el pecho. Y sonaba sincero. Hoy no es cercano, no. Hoy el cuerpo que quiere llevarse es parte de Gus. Y no entiendo. Nunca entiendo.

Veo las hamacas moverse. Tiemblan solas a un lado, como si presencias ajenas ocupasen los lugares para acompañarme en mi noche de preguntas. Son tres, la violeta a mi derecha, vieja compañera de las primeras veces. Una verde y la restante azul. O amarilla. No sé.
Balancean sus cuerpos de madera rasurando el aire de niebla. En un instante, ellos bajan a ocupar los tres lugares. En mi mente. Mis fantasmas convocados de un golpe en una noche gris violeta de muertos que quieren volver y vivos que no buscan irse. Donde el mundo sigue siendo la misma bola de espejos, brillando y brillando, reflejando todo las preguntas.
Luego me levanto y sigo. Marvin en la esquina, sentado esperando la señal para cruzar. Mis manos siguen en los bolsillos, aferradas a las llaves. El aire desprendiendo partículas de dudas. Camino de vuelta a casa, el cauce de mis conjeturas completamente desbordado. Y lo prefiero así, río bravo corriendo y arrastrando la mugre. Y creo fundirme en ese aire violeta, un punto anónimo que flota ajeno, esperando. Sintiendo el latido, pequeño/intenso, brotando profundo para luego desvanecerse en pelea contra gigantes. Un diminuto punto titilando en el iris, única señal para continuar vivo en medio de un mar de muertos que hablan.

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viernes, febrero 23, 2007

Las letras encerradas entre dos dedos

Tengo el mundo en el puno, literalmente. Por eso no publico. Por eso no me ven seguido. Vuelo sobre el planisferio en mi globo de gas-helio, sin rumbo fijo aunque con ruta marcada. Pero vuelvo, en algun momento vuelvo. Y en cuanto eso ocurra, todas las letras que siguieron saliendo, cortocircuitos mentales - turbulentas imagenes, se volcaran nuevamente en esta rincon. Para leerse o para no, depende.
Gracias por la espera. Yo tambien estoy ansioso.

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martes, setiembre 26, 2006

Percusión de gotas en la ventana

Es documentar algo, no sé si existente o que ya pasó. Y ahí están los restos-yacimiento de una sangre que quiso ser y fue perdiendo aire en el camino. De a poco hundo los pies en su mismo barro. De a poco.


Monte violeta iluminado de rayos. Caen y golpean el suelo para partirlo en dos. Mi ventanilla se vuelve un cuadro que estalla, superficie tapizada de árboles y árboles, ramificados flotando en el cielo.

Una niña juega cavernícola a un costado, mundo reducido a monosílabos inconexos. Salta en el asiento y mira hacia atrás; las horas que pasan y ella que no parece agotarse. Llora. Luego llora. Llora. Y las pocas cabezas que descansaban en off vuelven a mirar torpes. Otro niño se suma más adelante; cuatro filas de asientos y el coro gritado daña el tímpano. Ni el pasajero de bigote espeso, fila contraria, 29 ventanilla, logra callarla en su intento desesperado de silencio. A la niña.

Miro mi paraíso violeta, afuera donde la tarde-noche se hizo pedazos de piel de moretón. El agua taladra feroz el vidrio, gotas en metralla que no cesa y solo puedo esperar el gran final. No veo más allá del borde de la ruta. Y cada golpe de flash revela una nada perfecta; cada monte balanceado de casas y enormes desperdicios de pasto verde. Las ruedas comen asfalto vomitando mierda negra con arcadas de tractor. Vibra el piso y se entumece mi pierna izquierda, doblada, tratando de esquivar las cuasi-minusválidas extremidades de Faro, compañero de asiento por desgracia boletera.

Todo se demora. Ahora transcurrimos lento, el piso resbaloso de asfalto.
Me concentro arriba, en la pequeña consolita con dos luces. Bombitas de puntos ámbar se persiguen en medio de un plástico inerte, negro, frío de malas terminaciones chinas. La mía y la de mi compañero ocasional, que ahora visita a Pol en su asiento mullido de la otra fila. Voy solo, piernas estiradas esperando el mar violeta. Cada luz intercala un agujero negro, una pequeña entrada a las entrañas del bicho-transporte que se arrastra como babosa blanda en medio del agua. Miro y meto el dedo, esperando que un par de pequeños dientes me destrocen la yema y succionen con desesperación mi sangre. Revuelvo. Y vuelvo con mi mano completamente sana, cada dedo en su lugar.

Partimos el mapa en diagonal, buscando el agua del oeste. Y más al norte, la Villa donde empezó todo, donde alguien con un dejo de rebeldía quiso torcer la línea del libro de historia, esa tan recta. Mis compañeros laten Villa. Y yo escuchando de tímpanos abiertos, porque todo parece ser un poco mentira y otro poco inventado en los cimientos de Ganímedes. Casas de terrón que se dibujan entre mis cejas mientras el muelle de Magritte se interna profundo en el río Oscuro. Lo espero y, sin saberlo, la Villa aguarda que le plantemos botas de cowboy en la sien. Los ojos viajan más wide open que nunca; soy ojos, huelo ojos y transpiro ojos, y de eso depende gran parte del experimento. Nuestro transporte ya pisa City of Pain; plaza desierta por las gotas y la iglesia de epidermis descubierta. Me dejo llevar en bandeja, los últimos minutos de vida pasando por una ventana. Y la pequeña luz ámbar que se balancea a un lado y a otro, en medio del océano violeta de lluvia.
22 de Setiembre de 2006

miércoles, setiembre 06, 2006

Flying noche

Jugaba con el cierre de mi pecho; jugaba a abrirlo, dorado de brillos del neón en la esquina, mientras la basura flota en tanques verdes y Marvin corre como desquiciado, que esos pastos ya son muy verdes y él tiene que pisarlos para dejar su marca ácida.
Me abría al universo, dejar que se escapen un par de vísceras con ganas de conquistar el mundo; bolas increíbles de ideas sin papeles donde fijarlas; flotar, ahh, flotar de blancos de novia, tules del otro que ya se pudre adentro mío.
Era mi noche bañada de manto negro. Y volvía de mis quince minutos conmigo, los únicos que puedo mantener en la colección de objetos para volverse más humano y menos un mamífero cuadrúpedo. Volvía a sepultarme en mi cama, ojos desorbitados al techo y los números rojos del reloj que ocupaban la habitación, latiendo ritmos constantes junto a mi cara. Me tapé, l nariz afuera escudriñando el aire espeso y la mano bajo la almohada. El sr. Colcha transmitiendo suavidad entre el puerco espín de mi cara.

Pero hoy no estaba solo. Estaba esquizofrénico allá adentro, las quince voces de esos tantos minutos resonando en nave de iglesia; coro gritándome insultos; ganas de irse? de quedarse? de matarse?
Se desgarraba la noche mientras Sol, Fragancia, Werner Alonso y Sebastián buscaban salir de la prisión de carne. Ahora golpeaban un hemisferio, al momento estaban empujando a través del tímpano. Y yo nada, tratar de dormir mientras era asaltado en mi cabeza. Por ellos, los señores de vida de lápiz.

Los dejé hacer, total, yo no podía dormir y el sueño era una bola de espejos girando de múltiples estrellas, Alonso y Atilio Orestes Lafinur corriendo en sentido antihorario, a ver si podían detener el mundo y volver atrás en su vida por capítulos.
Hasta pasos escuchaba allá, pasos de tacón y suela baja. Pasos cortos de Carmela y largos de Marco. Pasos a ninguna parte y yo cada vez más quieto en mi ataúd de sábanas, viendo como esa vida transcurría sin mi, testigo ajeno de mis propios seres.

El sopor comenzaba a bajar, arrastrando los párpados en caída constante. Y el repiqueteo de sus danzas, las de ellos, jugando sobre mi frazada; Marvin sin mirar, concentración total en sus uñas. El cuerpo se afloja, saltan tornillos y tuercas de las uniones y las partes se desarman; el cuerpo ahora es un gran garage desmembrado, receptáculo de animales sobrenaturales y cosquillas de insectos sin rostro. Y volvía a ocurrir.
Hay momentos en que los inquilinos de mis sinápsis procuran echarme; ser expulsado de mi propio cerebro, vida en calles donde el nombre se fermenta y desaparece y nadie sabe. Nadie sabe. Nadie sabe.

lunes, agosto 21, 2006

Trilogía de los Buenos Vientos

Fue junio, 10 de junio. Y por unos momentos, ella parpadeó en el horizonte, faro constante que llamaba. Y fui. La duda carcomía y los pies ya se movían solos; ellos también esperaban una respuesta.


Río ancho y la piel estaba cerca.

El río es ancho de mar dulce. Y oscuro. Y el frío golpea las paredes del buque-cascarón que baila enfermo a un costado y a otro.

Cruzo. Subido al bote que baila cruzo este charco inmundo. A buscar. Sin lupa. Sin el disfraz de detective, sin necesitar pistas y datos increíbles pero sin embargo, eh, sin embargo caminar andenes infinitos porque sé que podés estar esperando un impulso de felicidad importada.
Y decidí llevarlo. Hoy te traigo un cargamento de necesidades y retribuciones, para esperar que tu pelo rubio-seda vibre al encontrarme. Y vos lenta, lenta de negro esperando que un disparo de luz te ilumine el pecho. Vos reluciendo brillo de luciérnaga para encandilar ojos desprevenidos.

Por eso me muevo. Por eso cruzo el río ancho de mar dulce. Por eso te busco. Porque la luz me llama, moscardón atrapado en el farol y a mi que me gusta girar hasta el infinito.
Buenos Vientos

El whisky amansa la sangre. Y los borbotones suicidas en el cerebro deciden deformarse y correr libres hacia los pies. Para llegar. Para conocer mundo de caminante.
A veces es bueno sentirse solo cuando mucho más que cien cabezas me rodean la existencia. Solo. Alejado del suelo.
Y los ojos wide open para aprender a ver.

Y es entonces que las luces se deforman y crecen y mutan en seres flotantes; dibujan espíritus sobre el mar mientras el sr. whisky decide descender y que el cuerpo aguante la embestida. Que para eso está.

Cruzo. De Barkir a Buenos Vientos. Ciudad. Y el nombre que calza perfecto mientras el collar de luces se extiende como horizonte.
Entonces el cielo y el agua deciden divorciarse de luz, luces intermitentes y brillos agudos. Y así está bien. Da la bienvenida.
Buenos Vientos II

Presencia de gigantes y sentir que el hormiguero está abierto y escapamos a correr por los laberintos infinitos. Y puedo gozarte, un minuto por año pero puedo gozarte. Y me pierdo como hormiga, sí, cabezas mirando ajenas, las luces apuntando al suelo y yo perdido en tu cielo de ventanas vidriadas.

Llego. Estás ahí afuera. Y la gente abre los ojos a la razón, ajenos al paraíso de luciérnagas que estalla un poco más allá.Yo te miro, Buenos Vientos, te miro con tus siluetas oscuras. Y veo perderme, sinfín en tus calles; porque hoy juego a ser nadie para todos y quizá algo para uno, que al menos el día puede empezar amanecer más brillante, quién sabe.

viernes, junio 09, 2006

Aullido

Ves? No era sólo de ahora. Porque las sensaciones se iban acumulando y de alguna manera tenían que explotar. Espero que entiendas. Ruego.
Mierda el mundo, mierda vos y todo lo que pasa alrededor, gira y gira como peonza y nadie se detiene a entender nada, porque ya no hay nada para entender, porque se cayeron las corduras a pedazos y todos bailan espantados al ritmo que alguien puso.
Salten, salten para alcanzar las ideas que se vuelan. Salten, y corran atrás de algo. Algo, nadie sabe qué, pero algo.
Todo se vuelve jeroglífico, el mundo es de chinos inentendibles y yo en el medio, océano de siglas extrañas; la sopa de letras, caldo que me quema los pies pero no lo puedo beber. Nunca. Sólo mirar como se escurre por la grasera. Cómo se va.
Me seguís sonriendo, dientes de perla blanco. Y me regalás torturas. Y me regalás retorcijones. Y me regalás letras, que ahora se escupen solas en este pedazo de nada blanco y se vuelven una catarata que no puedo detener porque el mundo se hace de una manera cuando tu cara está en mi foto carnet y otro muy diferente cuando saludás desde tu piso 12 del palacete, lejos, donde te gusta estar.
Soy siervo, abajo, en el piso empantanado. No puedo subir tus escaleras, porque no paso por ellas. Vos en tu mundo de burbuja, inaccesible. Y allá vas, rodeada de cruces de plata, playas de millón de dólares y el sonido de algún motor.
Yo soy hormiga, mezclada entre cientos de antenas coloradas y negras que chocan entre sí, sentido perdido y la brújula también y las ganas, ah las ganas de poder caminar chiquito por tu muñeca hasta el cuello fino, delicado, y la oreja que es tobogán y yo hormiga que me deslizo.
Gracias por irte. Y a veces gracias por volver. Y cuando pienso que estoy curado, cuando pienso que siete mil capas de lava te sepultaron tan adentro que no podré sacarte nunca más, en ese momento me regalás un timbre de voz y las alarmas se disparan. Y podés retorcerme las tripas de esa manera, luego colgadas a secar al sol para usar de carnada en las pirañas.Hoy te pido algo. No vuelvas tantas veces. Quedate callada. Quieta. Yo te miro. El ojo brilla en la oscuridad y siempre sé donde estás. Quieta. No te muevas. Sigo el resplandor azul, arena fina en la nuca. Shhh. Dejame una vez. Sólo una vez.
14 de Febrero de 2006

domingo, mayo 28, 2006

Poca velocidad en piernas que corren

A poca velocidad. Así corría el mundo mientras me montaba en el corcel negro y cabalgaba las llanuras ajenas.
Y veía pasar montes, estepas siberianas y nidos de cotorra; veía pasar los deseos de los demás, esos que son tan de todos pero que no puedo entender. Porque no puedo concebir el mundo más allá de mi nariz. Y porque la realidad se limita a las cuatro paredes de mi cuarto; la neblina ya cayendo porque es de madrugada y no puedo entender que las gentes se vayan a retirar a sus cuartos de invierno; y no pueda seguir metiendo esa sustancia amarilla en mis venas.

La realidad se refracta a través de un periscopio. Y me gusta verla así, teñida de un subjetivismo feroz. Y la defiendo, dientes apretados para no ver las razones que otros restregan contra mi espalda. Quiero una vida sin extensiones, sin prolongaciones de mi ser, críos que no sirvan más que para engrosar las listas de natalidad de un país que se derrumba en franca decadencia.
¿Cuál es el motivo? ¿Por qué plantar semillas en úteros libres? Y ellos que no esperan más que una ducha tierna de espermas voladores, todos pasando a saludar y luego seguir de largo porque no es momento de formar nada y porque la tierra ya está demasiado llena de cabezas pensantes que se dedican a pensar en nada.

Así estaba hoy. Y te odio, en este momento creo que te odio, hijo mío por llegar y que descansas siesta eterna en un abdomen que desconozco. Te detesto, tu vida dependiendo de mi voluntad y yo que no quiero verte el rostro. Porque no necesitás pasar a este lado. Porque no necesitás caminar horas de baldosas y que la lluvia caiga en gotas chiquitas sobre tus hombros y tiña la realidad; así está bien, vos de ese lado y yo remando por los dos, las horas jugando a las escondidas y nada para hacer.
Me miro las manos, levantando yemas enfurecidas sobre el teclado blanco y nuevo. Y creo que no soy. No. No soy yo ahora mientras aporreo las letras sin saber exactamente adónde se dirige esta frase que empieza balanceada y después se pierde en una maraña.
Y tampoco sabía quién era más temprano, cuando te visité a vos y te regalaba besos. Y después te los robaba. Y después los reclamaba para llevarlos a congelar en mi freezer, porque todo es mejor cuando el almacén está llena para degustar en unos años.

Golpeo. Golpeo sí. Golpeo eterno la frente contra el espejo que no se calla y me devuelve esa imagen de mierda, sí, ese ser que se ríe y me dice que ya no hay nada para hacer y que todo se limita a sonreír y mirar para el costado, que ya va a venir alguien que barra debajo de la alfombra.
¿Por qué no puedo mirar arriba y abajo y no dejar de verte? Verte a vos, que todavía no sé quien sos pero que te escondes entre las góndolas del supermercado; y yo que te camino de cerca pero nunca para encontrarte porque estás destinada a volar lejos y yo cayendo una y otra vez en esa trampa que está armada.
Es eso. Ahora quiero golpear la razón, quiero hacerla funcionar correctamente, el mecanismo del reloj cucú y el pajarito que salía a avisar quién venía. Todo perfecto. Todo corría como en un sinfín. Y así era más fácil, mierda, claro que era más fácil así. Porque no tenía dónde verte. Porque no estabas nunca. Sólo eras una colección de sombras que yo nunca iba a ver; sólo eras una colección de nadas muy ajenas a este ser mío que se debate entre qué hacer con los días del fin de semana.
Ya veo las horas pasar, empujándose las espaldas en horario de empleado publico. Peleando por ser algo; luchando en mi vida que se escurre rápido. Y sin las motivaciones, claro, sin las motivaciones que todos debemos tener. Porque todos somos animales de carroña que vagamos por la planicie, colmillos sangrantes y esperar la próxima víctima, vestida de blanco pureza y esperando el juramento eterno. Y un yo dice que no. Un yo dice que se niega. Entonces el resto de los ojos se gira para verlo. Y este yo que mira la pared del rincón, solo. Y este yo que quiere flotar, porque ella ya está volando sin que pueda alcanzarla.
Algo que me dice que las razones no se pintan de negro. Que solo se acumulan; papeles viejos llorando su olvido.

viernes, mayo 12, 2006

Y la tierra era un mar de nucas

Entonces supongo que sí, que esto es lo que hay que pagar. Sentir que soy un ser despreciable que inunda los cuerpos a su alrededor con la inmundicia más grande; destruyendo el terreno, ahora lleno de abismos inmensos donde caer a diario, porque cada paso es titubeante y no puedo saber exactamente lo que va a pasar después de apoyar el pie.

Y eso, eso es lo que duele, lo que molesta. No puedo abandonarme a manos ajenas, poderes siderales a los que venerar en trances para no ver la realidad que busca golpearme la cara. No puedo dejar que el señor de barba domine mis actos, que sea él quien intercale mis acciones pensantes con sus hechos casuales. No puedo, ya me bajé de la rueda de hamster, equilibrio suicida por el borde de la mesa.
Ahora prefiero ser cuña, ahí, clavada profundo en medio de cualquier felicidad. Y destrozarla. Sí, hacerla saltar en mil pedazos por el aire.

Por eso vine. Porque tengo que aprender a caminar sin las muletas de la vida prefabricada. Y me duele, no creas que no. Me duele no tener tarde-días-noches felices, plenas con el tubo catódico y luego creer que no queda más allá y que las noches se reducen a una frazada y los pies entrelazados.
Debo aprender a no pensar, que las neuronas se empasten en un caldo espeso; marea quieta porque igual no tengo adónde ir. No pensar, es eso, no sacar cálculos matemáticos de las horas que me restan por delante. De cada una de ellas. Porque en algún momento decidí empezar a correr con botas de gigante; y cada momento se transformó en un flash mínimo en mi línea de años; momentos como fotos fijas en la memoria y los recuerdos que siguen acumulándose. Porque se siguen agolpando. Porque todas las horas se llenan de polvo cuando las dejo atrás. Las hileras de dientes sonrientes pasan por mi almohada, una tras la otra mientras yo me muevo de vidriera en vidriera buscando no sé qué, la plata apretada en el bolsillo sin saber cómo gastarla.

Hoy sos vos la que se va. Y miro los ojos de negro discutido y quiero bañarme en esa inmensidad. Bucear hasta adentro de tu cabeza. Sacar las horas malas, lo sé, aquello que te aprieta y no te deja ser.
Y, ¿sabés? Es lo mismo que comprime mi corazón/razón; lo mismo que ella me hizo clausurar; años muchos pero la normalidad que nunca quiso volver a hacerse amiga.
Hoy te vas; gotas con sal rogando salir y mi pecho que no puede contener las ganas de abrazarte. Pero no puedo. Ya no puedo.

Cargo con algo que yo mismo busqué. Y es mi peso; es mi cruz, no la tuya. La bomba duerme una siesta larga en mis entrañas, próxima a detonarme la existencia. Porque nadie me quiere acá, de este lado del mundo; porque no nací para vivir en este momento ni en este lugar. Porque no nací; simplemente pagué el peaje y entré a ver que pasaba.
Hoy ya no quiero ver más; los ojos lloran de imágenes fétidas y mis ganas ya marchitas. Hoy quiero irme, hacerme bicho bolita en un puño y arrojarme lejos. Para no ver. Para no ser.
Igual te regalo besos, para que te los guardes en esa cajita de terciopelo negro. Y me llevo gracias; gracias por tus dedos tiernos; gracias por la mirada triste. Viajan conmigo, porque ya son pedazos de mi cuerpo.

Hoy me voy y no tengo ni idea de a dónde. Y quisiera saberlo, más que nada en este mundo. Así viajo, pateando pedazos de cuerpos, escombros de mi propia vida. Ya es hora de que me mueva, una vez más. Todavía quedan hectáreas de mundo por ser destruidas.

martes, abril 25, 2006

Cajita de terciopelo negro para vos

Y cuando dejaba correr la mano por los renglones, cuando miraba los techos de esa ciudad bajita, la puerta de enfrente bailaba sola, el cuarto lleno de oscuridad y ese señor que presionaba para que la mano buscara actividades con propulsión a alcohol. Ya ves.

Y ya entonces era noche negra de puntos brillantes. Y ya me cansaba de buscar mis pasos en pedregullo ajeno, un piso que desconozco y dejarme guiar hacia el placer por vos que sos todo y podés ser nada a la vez con una velocidad pasmosa. Ahora astillando mi cuerpo, en abrazo del que no quiero escapar nunca. Y otras veces desapareciendo adentro de una cueva subterránea. Y yo que soy tan poco adicto al buceo.

Ese ayer vibraban glóbulos, saltando enloquecidos en el torrente por llegar; porque era la hora de la explosión, tuya y mía; Orejas élficas en mi radio visual y vos que las tapás y yo que no y así por unos minutos-calle de balastro. Primero una. Y después muchas. Yo en ciudad desconocida, vos relatándome los nombres de los pastos. Entonces me dejaba tironear, feliz de títere lujurioso, hasta donde te dictara la conciencia. A consumirnos, como tantas otras veces, consumirse en gotas, en pelo que se enreda y los ojos cerrados de piel mirando al cielo; porque hay momentos en que sí podemos negar la inmundicia que se esconde debajo de la cama, dicha poderosa jugando arriba de mi almohada, contigo y conmigo abrazados.

El mundo estaba estridente y nosotros que ya estábamos cerca, preámbulo de luces coloridas que no importaban porque el iris ya sólo veía el otro/contraparte, espejo de bocas y seguir así hasta la puerta incrustada en pared de ladrillos.

Pero dios llamó. Dios agarró su celular último modelo, cámara de fotos y tubo de luz bajo el guardabarros, desgrasando sus venas en torrentes de sebo mientras el celular no dejaba de sonar y el que jugaba a bolos con figuritas de dominó. Dios llamó, lejos, su nariz de queso rancio, gesto delicado de la mano de raíces violetas incrustadas, cauces sanguíneos llenos de materia putrefacta; porque ya siente como se le queman las entrañas y no puede hacer nada; ya siente como se le cae el mundo de idioteces que logró construir, pirámide con base en punta y la felicidad siempre escurriendo hacia abajo; llamabas, ja, dios, llamabas y querías enquistarme tu culpa desagradable en medio del cerebro. Regalarme un peso enorme para el resto de mi eternidad de pocos años.

Entonces yo estaba ajeno. El cerebro que trataba de comprender lo que pasaba, abriendo paso a machetazos por la laguna de whisky. Las manos no, ellas vida propia, jugando su juego de escondidas. Yo estaba ajeno; ajeno a muertes, ajeno a carnes ajenas, ajeno a vos, pequeña, que empezabas a acumular lágrimas mientras las líneas negras de los párpados se te dibujaban verticales, cárcel de pómulos rojos; y vos que no te rendías, premio a entregarme un poco de calor durante un rato más, aún cuando retazos de tu álbum familiar debían irse de la tierra porque a algún señor se le antojaba. No te rendías, y yo agradecía porque siempre tengo escondite seguro cuando tus brazos se vuelven frazada y ya no hay monstruos vengadores del espacio que ataquen mi cama. No te rendías, pero las ganas de refugiarse en mamá eran suficiente anzuelo. Y yo lo entendía, sabés que lo entendía.

Entonces yo cerré puertas y abrí otras. El vehículo, antes esfumado en rayo láser ahora destilaba su llegada en reloj de arena. Tu cuerpo era un ser liliputiense, hecho un ovillo en la palma de mi mano. Y el señor dios que decía que sí, tentando de manzanas, peras y naranjas, bolas coloridas en mi sien; poniendo fotos de almanaque camionero delante de mi rostro.
Pero no podía, mi cuerpo exigiendo respuestas a la demora y vos ahí, ser indefenso rogando un abrazo fuerte y luego dejarse, hombro/flotante junto a mí, porque tu espíritu de geisha servicial quería quedarse jugando apuestas hasta el amanecer. Mis manos pulpo no podían dejar de agarrarte y vos que te diluías, porque el dolor ya te traspasaba la existencia y querías dejarlo afuera, perdido en otro lado sin pasaporte.
Y pude verlo, tu corona se encendía y los ojos de negro discutido destellaban; los ojos de negro devorándome las tripas porque cada reflejo es un llanto que se acumuló en algún rincón del planeta y ahora decide resumirse en tu mirada; los ojos de negro taladrándome la sien sin preguntas, y todas las respuestas que ya son tuyas.

Te abrazo como esponja. Y la cápsula se forma, redonda de cuerpos imperfectos, para que nadie pueda pasar. Para que la eternidad dure una noche de cama de uno. Para sentir, al menos, que una mitad puede completarse unos segundos.

del 15/04/06

jueves, abril 13, 2006

Fragmentos de noche en clave verde

Llamaste. Y fue justo en el instante en que yo me preparaba a lanzarte un misil tierra-aire, flotante en el arsenal; Porque ahora cada letra que tengo que escupir se vuelve una partida de ajedrez calculada. Por eso detengo los engranajes lanzados a velocidad ultrasónica, me siento, planeo la estrategia y de a poco se van descolgando las letras. Nunca solas, el sacacorchos tironeando fuerte para que la frase empiece a cobrar el sentido que ella sabe tiene guardado pero no se anima a contar.
Mis dedos saltan alborotados por el teléfono-teclado-botones, temerosos de levantar la vista. Y del otro lado, parada exactamente en el centro de mi campo visual bailotean los ojos verdes. Porque todos son verdes mientras no se demuestre lo contrario. Y allá voy, desencajado, mandíbula batiente a idear una estrategia mortal, desembarco de paracaidista en el techo de su mundo.
Esta vez llamaste. Ella. Vos. El bolsillo vibraba y parecía querer alejarse de mi cuerpo, pedazo de vida enquistado en mi cuerpo putrefacto, buscando desprenderse, liberación eterna. Y allá corría, atrás de los bolsillos de mis pantalones con calderines de agujero fino, sin dejarlos ir lejos, capturando las palabras de todas las ellas que de repente se atrven a surcar mi aire.
El movimiento del teléfono arrancó en la ingle y se propagó hasta el iris, porque sabía que esa pantallita azul podía tirar siete mil millones de verdades por segundo, cada una remontándome lejos o estallándome los dientes contra el cordón de la vereda. Y luego vi tus letras. Y vi tu mensaje. Y, más o menos, te vi del otro lado, vos inmersa en vos, yo nadando en piscinas olímpicas llenas de cuerpos mutilados, sin ojos donde rebotar la mirada. Estabas del otro lado y la pantalla traslucía verde esmeralda porque cada fibra se tiñe de ese color cuando iluminás-potencia un pedazo de mi noche.
Así manejé; y esos tipos, los Good Fellas, gritándome incoherencias -gracias Pedro- y sus teros que se paran en el campo a mirar la helada y yo me deslizo por las calles sin gente; y cada esquina se vuelve niebla rosada, sol pequeño lanzando rayos a través de la tormenta fantasma.
Manejé rápido: diez minutos. Esperar media, la puerta que se cierra y salir a devorar Barkir; sr. Pepino acostumbrado al asfalto gruyere; compañero de noches en piloto automático.
Vos hablabas. Dedos gesticulando al aire y tu figura diminuta que se acomoda en el asiento de al lado y yo que no puedo creer como un perfil tan sutil puede dibujar tantas palabras en mi aire. Colocás las piernas en el asiento, indio con agujeros en la mirada, despresurizando mi armadura aislante. Luego la mesa, una cerveza y varias otras que llovían. Por un momento llovían cervezas, sin paraguas, cervezas flotando en mi vereda, personas de negro, conductores de TV y Anna Nicolle que traía otra tras otra; sonrisa servicial de domingo. Claro, era domingo; horas emparchadas en polifón, para acomodar mejor la cabeza que viene arrastrándose después de viernes-sábado de excesos de sangre.
Contabas cosas, yo atiborraba tu cerebro con millones de llamados de atención; niño insistente que levanta la mano, porque no puede ser el último de la clase, siempre en el primer banco y la maestra regañando por no dejar hablar a los demás.
Y dijiste algo del pecho. Del pecho que duele ahí, justo dónde termina. Y presioné. Presioné el final de mis costillas y un dolor agudo trepó por la columna, resonó en la nuca y luego bajó presuroso a la planta de los pies. Y explicaste, algo de la energía que se acumula, pecho cerrando corazón, armadura que protege la carne blanda, mancillada de relaciones fracasadas. Pero en ese momento ya no te prestaba tanta atención porque mi razón escéptica me obligaba a mirar para otro lado, un oído acá y el otro simulando un espasmo, la cabeza balanceándose a un lado y a otro, sonrisa irónica. El pequeño punto titilando, dolor con sala de espera que tapo con un telón oscuro.
Así se deslizaron horas. Así de deslizó mi presencia por un instante hasta que decidí irme. Hasta que mi cuerpo quedó abandonado en esa vereda, inerte pero sin dejar de mirarte; y yo me fui lejos -había un Jacaranda, ¿no lo viste?, enfrente, glorioso de violeta-.
Y te pude ver así, a la distancia como más me gusta, el vidrio blindado separándome del mundo; cada hora aspirando hacia el otro lado, un poco más frío, un poco más pedazo de nada que no sabe si está acá de paso o si su misión en el mundo todavía está por venir. Porque así deambulo, dando bandazos y las paredes que me devuelven a la ruta, la misma que camino solo, la marea caminando en contra y algunos pocos que se van subiendo en las paradas, unos metros de compañía y copilotaje y vuelta a bajarse, para seguir arrastrando mi bulldozer amarillo hacia aquella raya verde en el horizonte, no sé porqué, pero la raya haciendo guiñadas que dicen "que por acá es".
Después me hiciste volver, porque tenés un poder maravilloso para empuñar la honda y desarticularme las nubes; la discusión fue y vino, intercambio de espadas eterno porque ya sabés que a vos te gustan los que a mi no me van a gustar y así; vos cuadriculando cada superficie de tu cuerpo y yo procurando esconder mi depósito bajo la camiseta. Y por momentos me olvidaba. No me importaba tu galaxia paralela a la mía, porque cada vez que levantaste los párpados-persianas, cada vez que me dijiste que si no miraba-zambullía en las pupilas verdes eran no sé cuántos años de mala suerte. Y lo hice. Y creo que por un momento lograste robarme un pedazo de alegría. Creo que por un momento pudiste mirar a través de ese ojo de cerradura tan lleno de polvo y lagañas. Y pudiste ver; mi razón que ardía, el fuego llegando desde abajo, luciérnagas en el pecho-faro orgásmico que busca estallar; y las llamas son lenguas vivas, sangre hirviendo en borbotones. Así. Por unos segundos.
La luna siguió en el lugar y nuestro enjambre de botellas aumentó. Más tarde, bueno, más tarde ya no importa porque se desvirtuaron las compañías y lo que era dos pasó a ser cuatro y yo en inferioridad de condiciones. Manejé de vuelta, sr. Pepino sin decir nada, murmurando por lo bajo que demorara la marcha porque así ella iba a estar más rato en ese asiento, junto a mí, el indio reluciente invadiendo el espíritu gris de Barkir para hacerlo resplandecer.
Y llegué y fue detenerse y una nueva cascada de palabras que nos comenzó a invadir y sr. Pepino que decidió apagarse y luego madre (tuya, claro) que se asoma y dice que nuestras palabras resonaban con fuerza; y cerrar la puerta y seguir, catarsis de vómito de ida y vuelta, vos de ese lado, yo en mi izquierda de siempre. Bajaste, movimientos gráciles en el aire y vos que sí sabés bailar y te gusta. Yo me fui, como tantas otras noches de tantas otras casas y esquinas, algunas volviéndose astilla en la memoria, otras cubo de chocolate delicioso, intocable. Manejé lento, los neones me saludaban y seguían gritando desde la radio, el guitarrista de gafas grandes atravesando mi sien con el cuchillo empuñado en el diapasón.
Más tarde me acordé, ya acostado y el dedo se movió temeroso hacia el epicentro del cuerpo. Buscó, mientras apagaba la luz con la otra mano y me acomodaba, el sr. Colcha preparado hacía rato. La uña raspa entre costillas y más abajo, terminando el esternón. Toco, aprieto fuerte. Y lo vuelvo a sentir. Es el centro del pecho el que duele, el que tiene el botón en rojo y tintinea. Ahora presiono, y sé que tenías razón cuando me contabas. Y es otra noche sólo, revolviéndome en mi cama arrinconada y el cerebro que no me deja vivir, cárcel para cada una de mis no-razones.

miércoles, abril 05, 2006

Exit/La puerta del fondo

Pero ya no hay aullidos; ni exigir recompensa. El asesino despertó antes del amanecer. Se puso las botas. Tomó un rostro de la galería, uno cualquiera, ya daba lo mismo. Ahora está de pie; y viene en su búsqueda (gracias Jim).


La descubrí quieta. Tímida de recién llegada esperaba junto a sus compañeras de mayor alcurnia, polleras escocesas y exprimidos de uva, de esos que llegan de regalo porque Padre nunca va a saber domesticar su rudimentaria nariz.
Quieta en pelotón de fusilamiento, hacía la guardia junto a su hermana rubia. Eran dos botellas iguales, perfectamente rústicas. Una parada junto a la otra, en el piso, sin grado militar que las ascendiera a los estantes horizontales del barrilito. Una destartalada sidra, cargando meses de archivo y papeleo compartía el mismo pedazo de zócalo. Frío, junto a la pared.
Probé la primera. Huevo. Deliciosa crema que se apoderaba de la lengua; chocolate en el otro costado. Un pequeño vaso y luego enjuagar con agua, porque no sea que los cabellos de la rubia se mezclen con la morocha y la confusión genética me invada el páncreas, la vesícula y ese montón de carne que tengo entre los pulmones desinflados y la salida de emergencia.
Volví con el vaso nuevo, reluciendo luz de tubo catódico a través de su cara vidriada. Otro corcho esperaba su turno, agazapado en el pico, decidido a evitarme la piscina de café, eterna, silenciosa en el gorgoteo.
Entonces abrí la botella. Sin juzgar. Sin moverla en el aire con ojso de doctor. No hay etiqueta, no hay vencimiento. No hay. Simple líquido artesanal, confianza en las manos que lo hacen y los ojos prestos a saltar en el vaso y empezar la danza enloquecida.
El corcho, plafff, suave, sale el corcho. Y atrás el aire. Gris, elevado en forma de nube esponja. El pico de la botella deja escapar a mil quinientos espíritus de colores que se dedican a hacer rondas y juegos de niños por sobre mi cabeza. Y resta mirarlos. Cada trozo de algodón flota en el aire con cadencia de dinosaurio, vapores etílicos acumulados en años y oídos y bocas, desde que el hombre se dedicó a irse del mundo por un rato. Unas horas. Y luego volver con la cabeza hecha tambor, el tímpano-taladro neumático y cada hora que pasa que es un nuevo nacimiento.
El remolino avanza hacia afuera. Abandona el recipiente, chocando con las paredes del pico, buscando la única nariz que lo aguarda afuera, gozosa, las redes prontas a capturarlo y no dejarlo ir nunca más. Y así lo dejo salir; la lámpara amarilla dibujándole barrotes sin cuerpo, contraluz hincando el diente y él que no deja de elevarse hasta perderse tras el helecho del rincón.
Entonces vuelco la botella, lento, para sentir el clop clop en el vaso, la lengua negra lamiendo poco a poco; saliva acumulándose en beso para explorar toda la boca. Mis próximos diez minutos se tiñen de negro espeso y los destellos marrones aguijonean el iris, guiñadas cómplices de las gotas que ya saben cuál es su próximo destino.
Miro, el ojo pegado al borde de la mesa de madera banca, al ras. Y el caldo espeso observa sobre la mesa. Se balancea tímido a cada golpe de teclado; bamboleo. Seduce desde el golpeteo de caderas. A un lado y a otro del diminuto vaso. Hoy tocó dibujo en forma de luna, otros días es de sol, otros de estrella revolucionaria. Da igual. Simple envoltorio transparente, contenedor de la savia nocturna.
La mano derecha, la izquierda, todas agarran el vaso con fuerza. Para que no escape. Lo elevan lento, seguro; una gruta oscura esperando el desenlace. Y él grita, grita desesperado en su montaña rusa hasta mi boca.
La garganta deglute. A veces acumula líquido, para dejar que cada rincón se adormezca con el somnífero de café. Y luego la lengua pasa y barre, a un lado y a otro y los restos que desaparecen y ya no hay más motivos para negar la siguiente. Entonces el brazo viaja seguido, de la mesa hasta la boca, ida y vuelta sin pasajeros y el cerebro que espera el alimento dulce.
Y cada gota se impregna para después, mucho después, escaparse nuevamente al mundo; evaporada al aire; fundida en agua transparente.
La botella sigue la escalada infernal hacia su subsuelo. Y mis neuronas se lanzan a vomitar letras inconexas; a veces tristezas y muchas quedarse sólo, la misma silla y la misma pantalla azul. Como ahora. Y los ojos encandilados por el mundo blanco que se esconde tras esa pantalla encendida. Saltando, mientras otra copa viaja a destino. Lento.
Los dedos piensan y la música es notas colgando de la oreja. Ojos-vena. El cuerpo se eleva y ellos que se vuelven ranura de alcancía. Y mis dientes que fuerzan la sonrisa, deseosa por mostrarse al mundo y reclamar sus brillos.

martes, marzo 14, 2006

Los oídos de Ludwig

Ayer, abría los ojos y cada pieza estaba en su lugar, el estante de los muñecos en orden perfecto, la certeza de la buena acción de cada día e ir a dormir con el sr. Colcha, casi como ahora. Un manojo de límites, ahí nomás, balanceándose frente a mis narices y yo nunca tentado a destruirlos de un golpe innecesario. La estructura mental, molde de plasticina diseñado por Madre y Padre, a imagen y semejanza y los días-horas que corrían como reloj suizo. Todo parecía circular derecho, sencillo, cubierta resbalosa y los años que se ataban unos a otros, la cola del gusano agitándose en el aire, feliz con cascabel. Los árboles estaban en su lugar, piso de asfalto jacarandá y el mismo camino a la escuela para luego dormir arrollado hacia un costado. Ellas estaban, siempre estuvieron, pero solían pasar e irse, cada una con sus cabellos más o menos lacios, más o menos claros. Yo vigilando, los ojos de búho que aprendían a identificar cualquier imperfección ridícula.

Y luego el mundo dejó de serlo; y fue habitáculo descartable para tratar de pasar los días mientras las llagas queman y el sol no deja ver, egocéntrico de competencias. Hoy el mundo se acumula en mis espaldas como montañas de basura, el colesterol que tapa las retinas de grasa y ya no puedo distinguir si quiero irme o apenas empiezo a quedarme. A quedarme, sí, de este lado del mundo que parece no tener lugar para nadie más, para otro pedazo de carne sin rumbo, el frigorífico amenazante, blandiendo el gancho y en vías de desaparecer.
Nos extinguimos y mientras aprendemos a menear el culo. Los ritmos caribeños copan los oídos con terrones de azúcar y colgamos a los sordos de las narices. Ya no alcanza ponerse en puntas de pie; ya no alcanza un banquito rojo, en la vereda, las hojas bajas al alcance de la mano. Sólo nos resta tener una escalera infinita y aprender a subir más rápido de lo que la podredumbre pueda avanzar, carcomiéndonos las entrañas, ojos sudorosos y las neuronas en déficit de trabajo.

Hoy no logro mirar, rodeado de paredes de moho destilando vapores venenosos, gases nocivos horadando los huesos de mi cráneo. La gente sale a la calle con colador cerebral pero nadie pretende usar casco. Las ideas se evaporan y otras ocupan su lugar, viajeras en el aire común, iguales a todas, siete millones de clones por segundo. Así se construye un mundo, una choza de metal radioactivo con sistema de identificación, los niños fotocopia enclaustrados en una vida ajena, la que ellos no encargaron al delivery. Los padres de pecho inflado por la tarea cumplida, años después recibiendo el fruto de lo que ellos decidieron. El sinfín de espejos camina por las veredas, todas ellas y ellos, preparados para el camuflaje perfecto; la mimesis mental y las ideas que vienen en cajita feliz.

No aprendo a ver con lentes de cuero negro, las pupilas vueltas hacia adentro de vergüenza porque cada día parece ser una broma de mal gusto. Y no puedo interactuar, parejas destinadas al fracaso porque ninguna es vos y todas los son al mismo tiempo. Aunque no sepa distinguirte; aunque te presentes frente a mi en mil rostros y más piernas; aunque te hagas visible con bengalas de colores.
Hoy no te encuentro, no aprendo a verte entre la gente, vos jugando a las escondidas, yo dejando pedazos de voluntad por el camino. ¿Dónde están esos ojos, verdes de rabia incinerándome la frente, ellos, brillando eternos y yo sin poder dejar de soñarlos como si en verdad hubieran existido? ¿Cuán hondo puede ser este agujero negro, este inmundo pedazo de nada donde mis más cercanos interlocutores son mis oídos?
Y así era más fácil, antes, cuando cada día amanecía por el mismo lugar y las palabras flotaban, cometas en el aire que nunca pude remontar. Cuando la sonrisas me alcanzaban y no necesitaba mendigar afecto en cuotas. Cuando miraba siempre de frente, caballo enceguecido y el resto de la existencia que explotara por los aires. Era más fácil así, cuando podía jugar a ser Beethoven.

sábado, febrero 25, 2006

Días de mirarte en lentes negros

Las cadenas
repicando,
en el aljibe de tu cráneo;
Resuenan olvidadas,
días de abrazar la almohada.
Sola.

Las miradas de los demás
esquivando,
tu hueco en la cama.
Huellas lunares en la sábana,
días de vegetación.
Sola.

Y querés irte,
sin decirle a nadie.
Tus silencios hundidos en la carne,
poros rellenos de estrés.
Los bolsillos de pastilla;
multicolores paredes de cemento,
escaleras a la tierra.

Y cuando el sol,
poleas con tiradores.
Cuando el sol, hermana, el sol de rayos;
¡Rayos, nena, rayos!
Succiona.
Y vos sin soltar la mano;
último ómnibus expreso a la vuelta.

Ahora miro
tu sonrisa guardada;
durante tantas vueltas de reloj.
Y el aire nos aleja,
genes bipolares en reparto desigual.
Hoy te miro hermana,
y no logro verte.
Tu felicidad es tan distinta,
pero tuya.

Eso ya alcanza.

Seguro alcanza.

lunes, febrero 13, 2006

Era noche y la TV decidió morir

El señor de barba
tira bolos por pistas de madera inocente.
Y rueda por neuronas vírgenes,
surco indeleble
para los años.

Un pastor regala síntomas,
en brochette para coleccionar.
Sufriendo, ah, sufriendo.
El insomnio en párpados violetas
y el miedo en estuche.
Obsequio de la casa.

El barrio ya sin ladrillos.
Luminosos que pelean por un iris incauto,
ruletas giratorias,
volando en helicópteros de billeteras.

Rostros enfermos, sangre coagulada en la sien;
monedas, bolsillo de diarrea,
para maquillar años.
Y la noche que engulle sus esperanzas; whisky con dos lunas, ebrio de impotencia.




A medias entre el 9/02/06 y el 13/02/06

Cinco cosas que pienso saber de mí

No hay caballerismo. O caballerosidad. O como sea. Los tres son otra forma más de machismo insulso, ponderar una cierta debilidad en las mujeres; que no existe. Por eso, hoy vos abrís la puerta, mañana yo. Y pagamos siempre a medias.

El sr. Colcha debe dormir a mi lado. O cerca. El hombre se viene portando bien, vivo desde el mismo día en que nací, abuelos Aramis y Nelly dejándole al nieto una tela blanca poblada de osos panda, trenes verdes y pasteles en el picnic. No hay abrigo, para nada, el hombre sólo es una capa fina de dignidad. Pero acompaña, más cuando una escarcha cosquillea en los pies, solos de compañía.

Los domingos, día de invernadero los domingos. Luego de las 17 horas y cada célula del cuerpo decide que es la hora de hibernar, tortugas con ribozmas empleados públicos consumiendo mi oxígeno. La tarde que se hace rosa y naranjas y más; noche alternada en casa o por ahí, amigos sin lunes de correas. Y antes del saludo a Morfeo, la taza de café con leche y el correspondiente sándwich, queso fundido hacia los lados y que la taza no tenga más de una cucharadita y media de café, la leche sin depuraciones de crema y el azúcar bendiciendo, generoso.

No hay tecla off, el switch olvidado en campo baldío. Entonces debo esperar a que la música se apague sola, lenta o rápida, la gente no-mirando-ya-sabiendo para luego sacar los auriculares, el clima evaporándose lento; el minidisc no precisa compañía, sólo lluvia rayando el vidrio del ómnibus.


Ómnibus. Muchas ventanas de noches, tubos amarillentos, muros de ladrillos. Sonando lo mismo por años, unos de pulse y otros de morrison, y ella escondida entre la gente sin querer mostrarse. Por momentos se transformó en australias ocupando la retina, otras mar de tizne verde; o caderas sin control; o el pelo enrojecido, furioso, y ella que gira la nuca y un vaso que acepta esconderme.

miércoles, enero 25, 2006

Tarde-siesta y la playa que se retuerce bajo la lluvia

Viajo en cápsula espacial.
Hiperkinética.
Y mi mente libera estados ajenos.
De colores.
Los lunares atacan
y estallan
en flores de plomo.
Y seres pequeños me transforman,
para no ser.
Ya no sueño.
Ahora vivo
y es peor.



De algún momento entre el 8 y el 15 de enero de 2006

domingo, diciembre 18, 2005

Sumatra estaba poblada de espíritus transparentes

Nubes naranjas en cielo recortado por techos azul, con granos de arenas y la ballena saltando para caer y hacer plaff en el agua, con aquellas caras que nunca se van de al lado y las que se quieren quedar, las mismas que siempre están para sentir que juego a los abrazos, de este lado del océano o del otro.

Siempre quiero más risas de Gus, más cerca que nunca, mosquetero que no se cansa ni baja la guardia. Aún frente a mis lluvias con cenizas. Aún frente a mis tormentas de arena. La nuca desordenada y el abdomen generoso, para tirar delirios por la borda y lanzarse a correr, desenfrenados por el mundo.
Mochuelo girando en sus propias galaxias, bastante diferentes. Los puntos de desencuentro son muchos, casi más de los que construyen una amistad desde cero. Y sin embargo no se mueve, y pone el pecho, la cara y el sentir para protegerme de las lenguas y las manos ajenas. Como un gesto automático, de hermano, de eso que es, hermano pero sin la misma sangre corriendo por adentro, la de él más musical, más rígida, la mía sin tanto rumbo.
Jota fluye, fluye por vías que ni él conoce. Sale y vuelve y juega a ser otro. Y los bichos de antenas a veces lo abandonan porque no lo reconocen. Y al escarbar tras la máscara nueva, esa que colecciona unos en la libreta, la mueca se vuelve niño solitario descubriendo el mundo, un mundo que se vuelve de colores cuando él lo mira con ojos saltones.
Ciro sigue levantando paredes de ladrillo. Guarda las escaleras. Corta las cuerdas. Los arqueros rumbo a las torres, la cuadrilla con las espadas filosas, dispuestas a atacar ante el menor gesto imprevisto. Y no espera la caída en helicóptero. Entonces un día lo sorprende un gorrión, que vuela por encima de columnas de ejércitos preparados para el ataque, de catapultas y ballestas apuntando al infinito. Y el pájaro llega inocente hasta la ventana del castillo. Y se pone a cantar. Tan fuerte que la ventana se destruye y los pedazos flotan hasta pulverizarse. El agujero se hace trampa mortal para sus huesos flacos y cada uno de nosotros corre con fuerza, para caer por el abismo sin fondo, para ver que hay, para aprovechar el único momento en que la fortaleza deja de ser inexpugnable.
Pol en risas amables, diploma en relacionamiento externo. La mirada chispeante, azul encendida, para regalar sonrisas al que se acerca a saludar. Y la espada oculta, firme defensa para cuando me vuelvo débil, para ayudarme a seguir un poco y otro poco más, contagiado de las ganas de atropellar al mundo en su buldózer, a mucha más velocidad que el mío.
Tío Rom, quejidos constantes, como silla de madera que no puede soportar el paso de los años. Y adentro, el corazón late con el niño que se quedó dormido una noche, esa noche, yo sé cual; y nunca quiso volver a mostrarse para no sentir otra pedrada en la cara, para decirle al mundo que él estaba dispuesto a dar pelea.
La Mole jugando a los acertijos, disparando paredes de fríos y escarchas para construir el iglú perfecto, sin llaves, en medio de una Siberia desolada de silencios, con redoblante y bombo. Toda la inmensidad ocupada por la más inocente de las miradas, bondad destilando en cuerpo de gigante. Y las coordenadas en el mismo parámetro, humor ecualizado junto al mío, placebo para mi furia sin sentido.
A. con carcajadas para regalar a todos, a cada uno que se coloca delante de su hilera de perlas brillantes. Cuerpo inquieto, bailes constantes alrededor de niños imaginarios y reales. Y el viejo que sí la ve, a diario la ve. Y le regala oraciones, y le regala paz, y le regala culpas. Ella sigue, corriendo agitada en envase de quince años, con ánimos que no se caen y paciencia a prueba de golpes furiosos.
Vasca, con el delirio a flor de piel, la energía descontrolada que fluye sin pedirle permiso a nadie. Y ganas, ganas de hacer y de acompañar, espíritu débil que se refugia en la inmensidad del pecho para protegerse. De todos.
Baloo, el oso con abrazo de niño torpe, fuerza descomunal para un cuerpo de talle más chico. La neurona con la capacidad de viajar, junto a la mía, viajar por mundos alejados en el que solo nuestro dialecto quiere sobrevivir. Entonces nos alejamos del resto, sentados en la nube de algodones, mirando como los árboles se ríen con nosotros de la cara del pedregullo.
Efe, la cara de hobbit cansado y la risa fácil. Con la campera verde o sin ella, ya da lo mismo. Se aleja y lo veo a través de un vidrio con marco rojo, marcando una distancia innecesaria para mí pero básica para él. Y de a poco se rompe la barrera, cristal deforme instalado por seres que nunca quise aquí. Y ahora lo siento de nuevo, con más fuerza que nunca y empiezo a creer que nunca se alejó, el bicho bolita para adentro y aprender de los pasos en falso de cada uno. Y ahora lo veo y claro que me hacía falta, un gran pedazo de paz compartida que se siente cuando no está.
Ieru ojos de piedra verde, gigantes escondidos en la hamaca de verano. Y aunque levanto cada piedra, revuelvo en los cajones pero el perfume no está más. Ni la voz taladrando el cráneo. Y entiendo, pero no comprendo. Y respeto, pero quiero dejar de hacerlo, para volver a sentir noches en el banco de la plaza o en conversaciones inútiles, esas, las que llevaban a ninguna parte y así era que nos gustaba. Entonces me retuerzo al ver que se aleja, colgada de sus globos de gas en la dirección opuesta, cuando yo la necesito aquí junto a los demás, encastre perfecto en el grupo familia.
Y vos, Manny niña pequeña, husmeando en mis rincones y sin desaparecer, la estrella que titila y todas las caras en la tribuna que se hacen la misma, siempre, por más que estés más allá o más acá. Entonces revoloteás sobre mis neuronas desgastadas y le regalás azúcar, por manotones, para volver a enquistarte en tu lugar favorito, allá donde la luz llega pero nadie puede alcanzarte.
Son casi todos. Pocos, pero pedazos de mi puzzle personal. Los veo, los vibro y los sufro. Luego están los otros, los que se fueron. Algunos porque tuvieron que hacerlo, como Nanotin y el Cap. Pereira. Pero todos siguen guardados, bajo tres candados y cinco llaves, ocultos de las miradas, esperando que algún día sientan el silbido que suelto cada noche, cuando salgo con Marvin a desangrar las noches ajenas.
No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella.